lunes, 19 de marzo de 2012

Hasta en los días soleados

Es una plaza de barrio periférico típica. En los días soleados se juntan los niños a jugar en ella, a los más chicos los llevan sus mamás con algunos juguetes. Hay un arenero y algunos juegos desvencijados: el clásico tobogán, un subibaja doble con las tablas rotas, unas hamacas triples con la cadena de uno de los asientos cortados.
Esta es una tarde soleada. La plaza ha sido hoy muy concurrida, pero ahora, quedan pocos niños jugando en ella.
Un poco más allá de la zona de juegos, debajo de los árboles, hay un grupo de adolescentes fumando unos porros. Son las seis de la tarde.
Estos adolescentes se conocen desde siempre pues se han criado juntos en este barrio. Han ido a la misma escuela, han compartido juegos y peleas, son del mismo equipo de fútbol. Por alguna extraña razón hinchar por un equipo de fútbol los une, los hace sentir que pertenecen a un grupo. En este caso es el grupo de los desposeídos. Estos chicos no han terminado el secundario, en su mayoría. Algunos trabajan y otros ratean, o directamente, roban.
Robar para ellos no tienen nada de especial… como dice una canción de un grupo de rock sobre un chico probablemente muy parecido a estos: “no le robaba nunca nada a nadie, a nadie en especial”.
Es una tarde apacible. Los chicos se juntan como siempre a fumar porro en la plaza, en su plaza. Nadie tiene derecho a decirles nada, se han ganado su lugar a fuerza de frecuentarlo, y respetarlo. Nunca se molesta a los vecinos que pasan, ni a los niños que utilizan los juegos.
Es cierto que algunos de estos juegos están rotos. Y que fueron ellos quienes los rompieron, o bien jugando cuando niños, o bien jugando cuando un poco más grandes, alguna noche de desenfreno, drogados o borrachos. Pero también es cierto que no joden a nadie, o al menos eso creen.
Claro, que eso creen ellos, pero esa creencia no es compartida por la gente del barrio, los padres de chicos adolescentes que están un poco más incluidos en el sistema, esos chicos que pudieron terminar la escuela a duras penas y algunos incluso ir a la universidad. O los padres de los niños más pequeños, esos que van a retozar en los juegos y que miran de lejos y con ojos de asombro a los niños más grandes, esos adolescentes que se creen hombres, porque trabajan o roban, porque saben que la vida es dura y no es sólo juego. Porque intuyen que es injusto que les haya tocado quedar fuera.
A los padres de los niños, no de estos párvulos que fuman porro, si no los de los pequeñines que juegan con los juegos, no les importa nada lo que piensen estos chicos, a los que ni siquiera ven como chicos si no como delincuentes. Ladrones y drogadictos. Lacra social. No son niños en riesgo, son criminales. No son niños con derechos vulnerados, son vulneradores de derechos. Son hombres. Y merecen ser tratados como tales. Ser castigados.
No les importa a estos padres de donde vienen estos niños, ni porque les toca estar donde les toca. No se enteran de lo reconfortante que es para ellos juntarse todos, ser los mismos de siempre, y compartir un porro, una pastilla azul, una gaseosa. Contarse lo que hicieron el fin de semana, casi la única parte de sus vidas que vale la pena. Gastarse por saber quién es el que más se la aguanta en la cancha, quien es el hincha más perro, quien el más valiente.
A estos padres les molesta el ejemplo que les están dando a sus hijos. El riesgo que corren sus hijos. Y por eso han pedido más policía; para sentirse seguros.
Ahora bien, ¿Qué son los policías en esta ciudad? Son perros guardianes de los ricos. Y son coimeros y ladrones. Y mafiosos. Todo el mundo lo sabe.
Pero la pobreza creciente, y la enorme brecha entre ricos y pobres y la forma de plantear e incrementar los casos de delincuencia de los medios, aumentan en la gente la sensación de inseguridad. También es cierto que la gente no quiere pensar. Entonces acepta lo que dicen los medios. El pensamiento más fácil y superfluo de todos: ¿Mientras ocurría el crimen dónde estaba la policía? Entonces… se llega a la conclusión lógica: hace falta más policía.
Y ahí están, los chicos de siempre, tratando de hacerse hombres. No todos lo lograrán. Ahora, mientras hay todavía un par de niños en el arenero, con sus madres tomando mate, y están los chicos de siempre fumando churros bajo los árboles, llega rápidamente un patrullero y de él se baja el primer poli, con una Ítaca en la mano y muchas ganas de usarla. La madre de uno de estos niños se da cuenta de esta actitud, y agarrando a su hijo y al de su amiga de las manos los arrastra lejos, en dirección a su casa. No sabe qué puede pasar, pero habiendo armas de por medio lo mejor es huir, su amiga la sigue aunque quisiera quedarse a ver qué pasa.
Los polis se bajan y con mucha prepotencia, empujan a los chicos contra el móvil para hacerles una requisa.  Los chicos protestan, “no estamos haciendo nada, tomando algo, charlando, no molestamos a nadie” “eso lo decidimos nosotros” contestan los canas. Uno de ellos no se deja requisar, empiezan a pegarle, el hermano se interpone. Otro de los chicos sale corriendo, tiene mucha droga encima como para que lo agarren, el fue a hacer la compra y todavía no hicieron la distribución de bienes… el poli lo ve y apunta, enfurecido,  dispara dos veces, una en dirección al niño, otra un poco más arriba.
El muchacho cae en la vereda, a su alrededor, una mancha de sangre crece lentamente.
Casi una cuadra más allá corren la madre que había huido de la escena con su hijo y el amiguito de su hijo y la madre de éste, que deja de correr.  Los chicos se detienen, ella también. Un hilo de sangre corre por la cien de su amiga. La mujer siente un escalofrío y mira con horror la mancha azul que se ve a lo lejos…
Media hora después una ambulancia recoge los cuerpos de dos víctimas fatales más de la inseguridad que se vive, cada día más, en los barrios periféricos de cualquier ciudad altamente poblada.


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